10 de octubre de 2014

auster, la luna, el lector


Paul Auster tiene ojos azules y éxito en ventas, desconocemos si se da o no se da relación entre ambas circunstancias. Auster hizo, también, una peli muy mala sobre un tal Martin Frost, y en ella sacó a su hija cantando una canción que venía a cuento entre nada y menos. Le falta a Paul, definitivamente, saber disimularse las trampas, bien sean para enchufar a su niña en las pantallas del mundo, o bien para convencernos, negro sobre blanco, de que la vida está llena de truculencias y azares, genealogías rocambolescas y dólares, en montones súbitos, para la gente buena y desorientada.

El palacio de la Luna
viene atiborrado de todas esas cosas. Y de renacimientos: Thomas Effing renace en una cueva del desierto de Utah; M. S. renace durmiendo en Central Park y vuelve a renacer llegando a las costas del Pacífico; Solomon Barber renace más humildemente, pero tiene, también, sus proyectos. Todo el mundo renace sin parar, en sus filosofías y en sus economías, como lo más natural. Hay que ser del Nuevo Mundo para escribir estas historias convencido. Hay que ser, hombre, de New Jersey.

Sabíamos del gusto de Paul por la casualidad. Pero la casualidad es cosa de usar con mesura, porque si no asoma el cartón allí donde debiera haber una roca. Una roca de las montañas de Utah. Y, sin embargo, aceptamos el cartonazo. Lo aceptamos en tanto leemos, en tanto estamos esperando ver qué pasa a continuación, porque el judío es bueno en eso, las cosas como son. Algo hay de Verne en sus entretelas, que está él en el secreto de las historias poderosas.

Entonces, le consentimos las trampas a Paul porque somos lectores predispuestos a creer y porque el relato nos merece la pena. Pero sigue pareciendo, en frío, una cosa extravagante que en el hombre coexista la sólida arquitectura de la ficción con algunas soluciones de literatura de semanario. Y os preguntaréis, ahora, cuáles son y dónde están.

Por lo que hace a El palacio de la Luna, yo os digo:

Falsa resulta la decisión de M. S. de vivir como un vagabundo cuando se le agota el dinero, así sin más. Cogidas por los pelos, la manera en que Effing pierde la movilidad de sus piernas y su versión del suicidio prolongado. Absurda, la narración de la plúmbea novela de adolescencia de Solomon Barber en todos sus pormenores. Endeble, la ruptura entre M. S. y Kitty. Esperpéntica, la escena de la tumba de Emily y el accidente de Solomon.

Y sin embargo, he aquí una esplendorosa, verdadera, nutritiva novela; un gaudeamus para esa parte nuestra hecha de ensueño. Defectos, los que se quieran, pero va siendo hora de darle la razón al Marsé en su reivindicación del narrador de raza. Los hombres necesitamos historias; que llegue alguien y las invente, y que sean buenas. Ya luego llamamos a Quevedo, a Nabokov, a Banville, para que estilicen las subordinadas.

Aún tenemos otra sentencia que dictar, aquí: el relato de Thomas Effing, viejo inválido, ciego, cínico, millonario, es lo mejor y más memorable del novelón; Nikola Tesla, la pintura, su matrimonio fallido, su mujer tarada, los parajes lunares de Utah y la cueva de los bandidos en donde revive y vuelve a pintar.

Una historia con cueva de bandidos, ved. Nadie debería perdérselo.

Luego, a M. S. le va desapareciendo todo. En trescientas páginas se le mueren la madre, el tío, el abuelo y el padre. Pierde a la mujer de su vida y todo el dinero que los sucesivos difuntos le han ido transmitiendo. Le roban el coche y la última guita de camino al Oeste, y ha de llegar caminando a la costa pacífica como un peregrino a Finisterre. Vio necesario Paul recargar así toda esta alegoría, para dejarnos bien claro que M. S. acaba como empezó, sin nada y sin nadie, en su propia compañía. Vio necesario Paul que, agotada la distancia, salga la Luna y se sitúe en mitad del firmamento.

Pues necesario tampoco era, Paul. 

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